«La Aventura De Un FotГіgrafo En La Plata», Adolfo Casares

Orestes: En la versiГіn original, la numeraciГіn de los capГtulos tiene dos fallas, asГ que no la tomes como modelo. (Esta nueva versiГіn da un capГtulo de menos).
Por otra parte, cada capГtulo empieza en pГЎgina aparte, par e impar. No puse los saltos porque mi mГЎquina tiene problema para reconocer los saltos de pГЎgina que agregГі el escaneado. TratarГ© de solucionarlo para el prГіximo libro.
I
Alrededor de las cinco, despuГ©s de un viaje en Гіmnibus, tan largo como la noche, Nicolasito Almanza llegГі a La Plata. Se habГa internado una cuadra en la ciudad, desconocida para Г©l, cuando lo saludaron. No contestГі, por tener la mano derecha ocupada con la bolsa de la cГЎmara, los lentes y demГЎs accesorios, y la izquierda, con la valija de la ropa. RecordГі entonces una situaciГіn parecida. Se dijo: “Todo se repite”, pero la otra vez tenГa las manos libres y contestГі un saludo que era para alguien que estaba a sus espaldas. MirГі hacia atrГЎs: no habГa nadie. Quienes lo saludaron repetГan el saludo y sonreГan, lo que llamГі su atenciГіn, porque no habГa visto nunca esas caras. Por la forma de estar agrupados, pensГі que a lo mejor descubrieron que era fotГіgrafo y querГan que los retratara. “Un grupo de familia”, pensГі. Lo componГa un seГ±or de edad, alto, derecho, aplomado, respetable, de pelo y bigote blancos, de piel rosada, de ojos azules, que lo miraba bondadosamente y quizГЎ con un poco de picardГa; dos mujeres jГіvenes, de buena presencia, una rubia, alta, con un bebe en brazos, y otra de pelo negro; una niГ±ita, de tres o cuatro aГ±os. Junto a ellos se amontonaban valijas, bolsas, envoltorios. CruzГі la calle, preguntГі en quГ© podrГa servirles. La rubia dijo:
– Pensamos que usted también es forastero.
– Pero no tan forastero como nosotros -agregГі riendo la morena- y querГamos preguntarle…
– Porque hay que desconfiar de la gente pueblera, más que nada si uno deja ver su traza de pajuerano -explicó el señor con gravedad, a último momento atenuada por una sonrisa.
Almanza creyГі entender que por alguna razГіn misteriosa todo divertГa al viejo, sin exceptuar el fotГіgrafo de tierra adentro, que no habГa dicho mГЎs de tres o cuatro palabras. No se ofendiГі.
La morena concluyГі su pregunta:
– Si no habrá un café abierto por acá.
– Un lugar de toda confianza, donde le sirvan un verdadero desayuno -dijo el seГ±or, para agregar sonriendo, con una alegrГa que invitaba a compartir-. Sin que por eso lo desplumen.
– Lamento no poder ayudarlos. No conozco la zona. -Tras un silencio, anunció-. Bueno, ahora los dejo.
– Yo pensГ© que el seГ±or nos acompaГ±arГa -asegurГі la morena.
– Yo quisiera saber por qué trajimos tantos bultos -protestó la rubia.
Entre las dos no atinaban a cargarlos.
– PermГtame -dijo Almanza.
– Le voy a encarecer que nos acompañe -dijo el señor, mientras le pasaba los bultos, uno tras otro-. El pueblero, y peor cuando se dedica al comercio, es muy tramposo. Hay que presentar un frente unido. A propósito: Juan Lombardo, para lo que ordene.
– Nicolás Almanza.
– Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene.
Almanza vio semblantes de asombro en la rubia, de regocijo en la morena, de amistosa esperanza en don Juan. Г‰ste le tendГa una mano abierta. Para estrecharla, se disponГa a dejar en el suelo los bultos reciГ©n cargados, cuando la muchacha de pelo negro le dijo:
– ¡Pobre Papá Noel! Miren en qué situación lo ponen. Ya va a tener tiempo de darle la mano a mi padre.
El grupo se adentrГі en la ciudad. Don Juan, con paso enГ©rgico, marchaba al frente. Se rezagaba un poco Almanza, estorbado por la carga, pero alentado por las muchachas. La niГ±ita, durante las primeras cuadras pidiГі algo que no consiguiГі, por lo que finalmente agregГі su llanto al del hermano. Como quien despierta, Almanza oyГі la animosa voz de don Juan, que anunciaba:
– Aquà tenemos un local aparente, salvo mejor opinión de nuestro joven amigo.
Se apurГі en asentir. Estaban frente a un cafГ© o bar cuyo personal, en ropa de fajina, baldeaba y cepillaba el piso, entre mesas apiladas. A regaГ±adientes les hicieron un lugar y por Гєltimo les trajeron cinco cafГ©s con leche, con pan y manteca y medias lunas. Comieron y conversaron. Se enterГі entonces Almanza de que don Juan era, o habГa sido, mayordomo de una estancia de Etchebarne, en el partido de la Magdalena, y que tenГa un campito en Coronel Brandsen. Supo tambiГ©n que la rubia, madre de las dos criaturas, se llamaba Griselda. La morena, que se llamaba Julia, le anunciГі que a ellos los esperaban en una casa de pensiГіn, que ofrecГa todas las comodidades a precios razonables, muy recomendada por pasajeros acostumbrados a lo mejor. Por su parte opinГі don Juan:
– Le hago ver, hijo mГo, que si se viene con nosotros, la ganancia es de todos. PondrГ© mi empeГ±o, como si usted fuera de la familia, para que los patrones le ofrezcan una comodidad para salir de apuro.
Estas palabras recibieron el apoyo de las dos mujeres.
– De veras agradezco, pero ahora es imposible -afirmó-. Tengo reservada una pieza en la pensión donde para un amigo.
El descanso, la comida, la conversaciГіn trajeron un bienestar general, perturbado al rato por el llanto del bebe, tan tesonero que bordeaba lo insoportable. AsГ debiГі de pensar Griselda, porque de repente dijo:
– Con el perdón de todos.